Universo Crítico
Geovani Galeas
Columnista de LA PRENSA GRÁFICA
A principios de 1985, Pablo Parada Andino, el comandante Goyo de las FPL, por entonces jefe militar del frente paracentral, detectó problemas de disciplina y moral en los combatientes del batallón guerrillero “Ernesto Morales”. Habiendo nacido, crecido y formado como combatiente y jefe en esa misma zona, Goyo conocía la idiosincrasia de sus hombres.
Sabía que la mayoría de ellos venía combatiendo desde principios, mediados o finales de los años setenta, enmontañados y alejados de sus familias, y que en esas condiciones era comprensible que se dieran periodos de cansancio y desmoralización. Sobre todo porque a esas alturas ya era evidente que la guerra, en lugar de tener un desenlace rápido, como se había presupuestado en la ofensiva insurgente de 1981, se prolongaría indefinidamente.
Entonces Goyo, junto a su equipo de mando, tomó una decisión poco usual en relación con la doctrina de las FPL, que contemplaba el máximo rigor contra el relajamiento disciplinario o el ablandamiento de la moral combativa: reunió a los efectivos del batallón, les explicó el problema, les dijo que embuzonaran las armas y que se tomaran todos un mes de licencia para descansar y estar con sus familias. Existía el riesgo de que algunos ya no regresaran, pero Goyo pensó lo siguiente: “Los que regresen son los realmente dispuestos a librar una guerra cada vez más dura y agotadora”.
La historia demostraría después, trágicamente, que lo que para Goyo era el comprensible cansancio del combatiente, un problema relacionado con los ciclos de ascenso y descenso del entusiasmo, propios de la condición humana, para la máxima jefatura de las FPL, encabezada por Salvador Sánchez Cerén, era un signo de infiltración enemiga.
En 1983, el ejército montó en los territorios del paracentral el programa Bienestar Para San Vicente, réplica de las operaciones de pacificación de áreas específicas realizadas por los norteamericanos en Vietnam. En el libro “Con la mirada en alto, historia de las FPL”, Sánchez Cerén explica que, si bien ese programa tenía un componente cívico, “eso se complementó con todo un trabajo de inteligencia (...) Como habíamos destruido el poder local del gobierno, tuvieron que construir una nueva forma de control, sobre la base de crear redes clandestinas de información que, una vez terminada la acción cívica, quedaban en contacto con la fuerza aérea y con la brigada”.
En 1986, Goyo fue asignado a otra misión y entregó el mando del paracentral al comandante Mayo Sibrián, miembro de la Comisión Política de las FPL, quien de inmediato implementó una operación de contrainteligencia para detectar y aniquilar las mencionadas “redes clandestinas” de infiltración enemiga. Cuatro años después, más de mil combatientes y colaboradores civiles de las FPL, acusados de trabajar para el enemigo, habían sido torturados y ejecutados por sus mismos jefes.
Hacia 1991, el otrora pujante frente paracentral había colapsado. Las ejecuciones masivas de jefes, combatientes y colaboradores civiles de las FPL habían provocado la deserción de lo que quedaba de la fuerza guerrillera, y también el éxodo y resentimiento de las familias de las víctimas. Fue hasta entonces que, ante la protesta de varios jefes intermedios, la máxima jefatura de las FPL ordenó el fusilamiento de Mayo Sibrián, colocándolo ante la historia como el único responsable de la matanza.
¿Pero Mayo Sibrián actuó en verdad por cuenta propia durante esos cuatro años de espanto, o solo dio cumplimiento a una orden emanada desde el mando supremo de las FPL? Esta es la interrogante que Berne Ayalá y yo hemos querido despejar en la investigación periodística que, dentro de un par de semanas, comenzará a circular como el primer libro de la Colección Partes de Guerra, de Centroamérica 21.
http://www.laprensagrafica.com/opinion/1170078.asp
Geovani Galeas
Columnista de LA PRENSA GRÁFICA
A principios de 1985, Pablo Parada Andino, el comandante Goyo de las FPL, por entonces jefe militar del frente paracentral, detectó problemas de disciplina y moral en los combatientes del batallón guerrillero “Ernesto Morales”. Habiendo nacido, crecido y formado como combatiente y jefe en esa misma zona, Goyo conocía la idiosincrasia de sus hombres.
Sabía que la mayoría de ellos venía combatiendo desde principios, mediados o finales de los años setenta, enmontañados y alejados de sus familias, y que en esas condiciones era comprensible que se dieran periodos de cansancio y desmoralización. Sobre todo porque a esas alturas ya era evidente que la guerra, en lugar de tener un desenlace rápido, como se había presupuestado en la ofensiva insurgente de 1981, se prolongaría indefinidamente.
Entonces Goyo, junto a su equipo de mando, tomó una decisión poco usual en relación con la doctrina de las FPL, que contemplaba el máximo rigor contra el relajamiento disciplinario o el ablandamiento de la moral combativa: reunió a los efectivos del batallón, les explicó el problema, les dijo que embuzonaran las armas y que se tomaran todos un mes de licencia para descansar y estar con sus familias. Existía el riesgo de que algunos ya no regresaran, pero Goyo pensó lo siguiente: “Los que regresen son los realmente dispuestos a librar una guerra cada vez más dura y agotadora”.
La historia demostraría después, trágicamente, que lo que para Goyo era el comprensible cansancio del combatiente, un problema relacionado con los ciclos de ascenso y descenso del entusiasmo, propios de la condición humana, para la máxima jefatura de las FPL, encabezada por Salvador Sánchez Cerén, era un signo de infiltración enemiga.
En 1983, el ejército montó en los territorios del paracentral el programa Bienestar Para San Vicente, réplica de las operaciones de pacificación de áreas específicas realizadas por los norteamericanos en Vietnam. En el libro “Con la mirada en alto, historia de las FPL”, Sánchez Cerén explica que, si bien ese programa tenía un componente cívico, “eso se complementó con todo un trabajo de inteligencia (...) Como habíamos destruido el poder local del gobierno, tuvieron que construir una nueva forma de control, sobre la base de crear redes clandestinas de información que, una vez terminada la acción cívica, quedaban en contacto con la fuerza aérea y con la brigada”.
En 1986, Goyo fue asignado a otra misión y entregó el mando del paracentral al comandante Mayo Sibrián, miembro de la Comisión Política de las FPL, quien de inmediato implementó una operación de contrainteligencia para detectar y aniquilar las mencionadas “redes clandestinas” de infiltración enemiga. Cuatro años después, más de mil combatientes y colaboradores civiles de las FPL, acusados de trabajar para el enemigo, habían sido torturados y ejecutados por sus mismos jefes.
Hacia 1991, el otrora pujante frente paracentral había colapsado. Las ejecuciones masivas de jefes, combatientes y colaboradores civiles de las FPL habían provocado la deserción de lo que quedaba de la fuerza guerrillera, y también el éxodo y resentimiento de las familias de las víctimas. Fue hasta entonces que, ante la protesta de varios jefes intermedios, la máxima jefatura de las FPL ordenó el fusilamiento de Mayo Sibrián, colocándolo ante la historia como el único responsable de la matanza.
¿Pero Mayo Sibrián actuó en verdad por cuenta propia durante esos cuatro años de espanto, o solo dio cumplimiento a una orden emanada desde el mando supremo de las FPL? Esta es la interrogante que Berne Ayalá y yo hemos querido despejar en la investigación periodística que, dentro de un par de semanas, comenzará a circular como el primer libro de la Colección Partes de Guerra, de Centroamérica 21.
http://www.laprensagrafica.com/opinion/1170078.asp
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