viernes, 31 de octubre de 2008

Guerra de guerrillas; La Fiesta

A las cinco de la tarde comenzamos a escuchar los primeros silbadores, la señal inequívoca de que había fiesta. Los cohetes sonaban como disparos de pistola veintidós. Es el 24 de diciembre, hace frío y sólo estamos los cuatro en el charral, no hay más que grillos y un radio National Panasonic donde Timo y el Peche escuchan una canción de José Luis Perales que habla de un marinero y de la navidad, (con esa música es que la radio de los militares ha logrado unas cuantas deserciones de guerrilleros, a cambio de un plato de sopa caliente y unos supuestos mil colones por el fusil).

Berne Ayaláh
redaccion@centroamerica21.com

Está decidido: no vamos a salir esa noche, nuestra navidad será dormirnos temprano en el charral, enjutos y dentro de una montaña de vainas de frijol que son un placer, es lo mejor que nos ofrece la vida a esas alturas de la historia. Mañana será 25 y la guerra sigue. Lo mejor que nos puede pasar ese día es no morir.

Timo dice que hubiese sido mejor estar en la zona de los campamentos, al otro lado del río, donde está el viejo Cirilo, Mafalda y Orlando Carabina, los tres jefes del mando conjunto del frente occidental. Al menos allá habrá un poco de música y además está la mayoría de compañeros, y Vilmita, el amor de sus amores.

El Peche dice que cada vez que escucha esa canción le dan ganas de llorar, pero es mentira, sólo está bromeando, aunque la verdad es que sí le recuerda sus días en la BRAZ, las grandes unidades de entonces, cuando hacían fiestas en los pueblos controlados por la guerrilla y las muchachas se desvivían por los elegantes guerrilleros del ERP, cuando meneaban el esqueleto al compás de la música de los Torogoces de Morazán. Ahora no podemos ni controlar nuestras emociones. El pobre Peche le pone un calzón a un chirivisco y se enamora.

Amado es el más sereno de todos, está de pie, fumando un Delta, sin el equipo ni el fusil, mirando a través de los matojos las lucecitas de los candiles o de los focos de las casas que comienzan a asomar. Acaba de recordarle al Peche los días en que se levantaba a mitad de la noche, se metía en la champa de alguna guerrillera, le hacía el amor (eufemismo del sexo tigre en el que se rompe el calzón con la técnica del comando) mientras ella se hacía la dormida durante los cinco minutos que él desahogaba sus penas. Por eso es que siempre pedía hojas de afeitar, aunque no le salía ni un pelo en la barba.

El Peche no pierde tiempo y le recuerda su manía de bañarse desnudo frente a las cipotas del campamento, no sin antes hacerse un masaje en el arma, así, mientras ellas lo ven, con o sin disimulo, piensen que lo tiene más grande que lo normal.

Cada quién es dueño de su mañas. Pero Amado es de alguna manera maldito. Recuerdo la ocasión que una unidad grande de guerrilleros se conducía al caserío Las Cañas para recoger abastecimiento, él iba adelante cuando vio apostados a unos soldados de una sección RECONDO que estaba emboscada, los detectó pero no se lo dijo a nadie ni se detuvo, siguió andando de lo más normal, porque uno o dos compañeros atrás de él iba alguien que no era de su agrado.

Puta, maestro, se peló, le digo yo. Quería ver cómo respondía ese cabroncito cuando sonaran los vergazos, me dijo. Llegó tan cerca de los soldados que se pusieron tan nerviosos y al momento de los disparos no pudieron acertar, pero le rompieron su boina negra y le dejaron un pequeño surco blanco en la cabeza, donde pasó la bala quitándole un puño de pelo.

Yo hablo poco pero me estoy mordiendo la respiración por dentro. Extraño tantas cosas que no sé cuáles son y tengo ganas de salir corriendo. Para entonces todavía no me había olvidado de una novia que dejé en el pueblo de mis abuelos, es un recuerdo tonto, porque estaba seguro que jamás la volvería a ver. Un guerrillero a esas alturas de la vida no es un héroe, menos un Robin Hood, es una pequeña mancha que se esconde entre los montes, tan insignificante que aunque haya muerto nadie lo sabrá, ni él mismo.

Un par de días antes estuve a punto de que me mataran bien galán y sin posibilidad de disparar un solo tiro. Timo y el Peche habían salido de civil a dar una ronda por el caserío Las Flores, nos quedamos Amado y yo, con cuatro mochilas, cuatro fusiles, cuatro equipos con munición, cuatro bolsos y no sé que más.

Ahí estábamos cuando un colaborador nos aviso que en nuestra dirección iban los soldados. Al ver entre las ramas vimos que era una gran cantidad de tropa. Amado se apostó y yo me tercié los tres fusiles restantes, incluyendo un maldito G-3 que andaba el Peche, me puse los tres equipos con munición y las tres mochilas, no sé cómo me pude levantar del suelo.

La idea era llevar esas cosas hasta donde los compañeros o esconderlas para no perderlas a la hora que nos reventaran a cuetazo limpio. Bajé por una veredita con aquellos bultos que no me dejaban ver bien, entonces escuché el ruido de los solados.

Ya me había metido en una zacatalera y cuando el viento movió las espigas los vi a unos cuatro o cinco metros. Me quedé quieto, y helado, no podía hacer ningún movimiento, ni podía tirar la carga pues la misión era salvar las armas, desde ahí comencé a regresar al lugar de origen con aquel montón de babosadas en el lomo, caminando como cangrejo, medio encorvado mirando las espaldas de aquella pacotilla de enemigos, hasta que topé con Amado.

Por una de esas casualidades los soldados se desviaron a pocos metros de donde estábamos, si yo hubiese bajado un minuto antes me hubieran jodido, y no es que me hubieran matado, con lo enredado que iba con los chirigotes, me hubieran capturado vivo. Tres horas después había envejecido unos cinco años.

De eso me estaba acordando, de la manera fea que moríamos en esos días, cuando comenzamos a escuchar los tambores de la música en varias direcciones. En el Amatillo y La Laguneta, donde había energía eléctrica, con seguridad habría alguna fiesta. No seamos pendejos, vamos a bailar, dijo Amado. La mirada de interrogación que le entregué fue suficiente para que me explicara: Enterremos los fusiles, nos llevamos las granadas y las dos armas cortas, dijo.

Los ojos del Peche comenzaron a brillar como luciérnagas y Timo se puso de pie, le dio volumen al radio y comenzó a bailar un sobaqueado supernatural. Estaba claro: yo era el emplazado, el más cuadrado de todos. Hay cosas que no las pueden explicar los manuales ni las ceremonias insustanciales de los comisarios políticos, porque hay días que el hombre animal quiere vivir aunque en ello se le vaya la vida.

Me puse de pie y abrí la mochila, recuerdo que para entonces tenía una camisa a cuadros de color azul, como de vaquero, sin decir nada, la saque y después de quitarme la guerrera verde olivo, me la puse. Los compañeros hicieron lo mismo pues todos teníamos una camisa de color para los momentos en los que nos infiltrábamos en la población, pero Amado y yo no teníamos pantalón de color, sólo verdes olivo de macártur. A esas alturas el Peche se había quitado las ataderas y se había bajado las mangas de los pantalones.

Amado y Timo se llevaron las armas cortas y el Peche y yo nos metimos una granada de cantarito en cada uno en las bolsas laterales de nuestros pantalones comandos.

No había oscurecido cuando comenzamos a salir del monte. Nos fuimos por la calle de la hacienda Los Apoyos, de ahí avanzamos un par de kilómetros y llegamos a un pequeño caserío llamado La Laguneta, era el más grande de las planicies que lindaban con el río Lempa, donde se encontraba nuestra zona de movimientos.

La fiesta era en la escuela y había mucha gente. Nos acercamos, hicimos un reconocimiento desde la oscuridad para cerciorarnos de que no hubiera soldados en la zona. Todo estaba en orden.

La música que se escuchaba mucho en el campo era la de Aniceto Molina, Alma Tuneca, Fiebre Amarilla, Los Sepultureros, y otras. Es fácil comprender que nuestro aspecto no iba a pasar desapercibido pues llevábamos botas, dos de nosotros al menos, pantalones militares y los cuatro una cara de bandoleros con la que no podíamos.

Entramos casi en cámara lenta, como si fuésemos Los Magníficos, fuimos de dos en dos a los extremos de la pista y quince minutos después ya estaba batiéndome a patada voladora en el centro de la pista. La gente se había apartado para hacer una rueda pues había un efecto simpático en una de mis piernas cuando zigzagueaba, el bulto de la granada que me pegaba en la rodilla, si el seguro de la espoleta hubiera andado desdoblado, no hubiera quedado mucho de mi, ni de la muchacha que bailaba conmigo.

Minutos después estábamos bailando los cuatro, sudados y olvidados que éramos unos fugitivos, enemigos del gobierno, ilegales y que en caso de problemas no había más salida que el portón principal que daba a la calle.

En uno de los descansos conversamos con alguna de la gente, y con las muchachas que bailaban con nosotros. No les costó mucho darse cuenta que no éramos del lugar y que teníamos algo sospechoso en el olor. No perdimos el tiempo y les dijimos que éramos soldados del batallón Pipil de la Segunda Brigada de Infantería y que habíamos decidido pasar la navidad en la zona.

Las muchachas y sus amigos se sorprendieron de que hubiésemos dejado la ciudad de Santa Ana, según el cuento, para ir y pasar la nochebuena con ellos. De inmediato nos consideraron sus invitados especiales y la cosa se puso caliente cuando la muchacha con la que bailaba el Peche lo miraba con una sonrisa picara en el momento que Alma Tuneca cantaba, Cuál foco, cuál foco, si esta noche no traje el foco, y el guerrillero que se topaba a la trinchera como en los viejos tiempos.

Y yo que me pongo eléctrico con una bailada que sólo a un desquiciado se le podía ocurrir cuando pusieron Al Compás de Reloj de Bill Haley y sus Cometas, y la granada que casi se me salía de la bolsa del pantalón. Fui el único que se quedó bailando pues los compañeros se fueron a descansar por ahí en lo oscurito, a calentar la mano y el aliento con las muchachas.

Fue entonces que imaginé a esas niñas de vestidos boludos de color pastel, colitas y caritas de rock and roll, y los muchachos de chamarras de cuero negro, y cerré los ojos y comencé bajar moviendo las rodillas hacia los lados, sacudiendo las manos. Cuando me había ido de ahí bien lejos, pero tan lejos, donde no había guerra ni ninguna de sus miserias, sentí la mano en el hombro y la voz de Timo: Los soldados, dijo y Bill Haley soltó la guitarra y al abrir los ojos escuché el último tamborazo de la banda.

No tuve tiempo de hacer una despedida decorosa con la muchacha que bailaba conmigo, pero sonreí con caballerosidad antes de salir, al Peche le fue peor pues ya casi se endamaba. Amado estaba en la entrada del portón, sereno, con el cuete cargado medio encubierto en los pantalones y la camisa.

Una de las niñas nos había avisado por casualidad, cuando Amado bebía una Cocacola ella le dijo: Hay vienen sus compañeros. Al asomar observó la primera patrulla por una tienda. Ahí estaban cuando nos juntamos.

Caminamos despacio, sin dar a entender nada, con las voces de las muchachas atrás de nosotros, un tanto extrañadas de que nos fuéramos tan pronto. Amado, como siempre, tranquilo, diciendo que no fuéramos a correr que esa mierda le caía mal. Que al llegar al siguiente cerco nos saliéramos de la calle, al pasar por la entrada de una casita vimos un grupo de soldados y nosotros con aquellas pistolitas y las dos granadas estábamos fritos.

Sentí que me comenzó a picar la planta de los pies cuando debimos pasar en medio de un grupo de soldados que estaban en dos casas distintas divididos sólo por la calle angosta del caserío. Las granadas iban sin seguro, y las pistolas con tiro en recámara.

Pasaban las doce de la noche y entre los alborotos de los cuetes de los cipotes y los saludos de la gente y el hambre que sin duda andaban los soldados, logramos salir "patitas pa que te quiero".

Dos horas después estábamos de nuevo en el charral, sacando los tendidos de las mochilas y las cobijas. Con el sudor en la frente nos enterramos en la parva de vainas de frijol, donde acostumbrábamos a dormir en el verano y nos olvidamos que era nochebuena.

Ese era el ritmo de la vida de los cuatro gatos locos. Nos movimos de aquella manera unos cuantos meses más, hasta que hubo un cambio de planes. Luego salí herido en una misión de exploración, cuando andábamos con un grupo de compas del ERP, donde andaba el viejo Pipo.

Meses después de salir del hospital, aún sin estar nada bien del brazo, me asignaron otro grupo de guerrilleros, esta vez andaba conmigo Pablo, Carlos, Francisco y otro compañero cuyo nombre se me escapa. Eran unos verdaderos bandidos, pero nos la pasamos bien un largo rato.

Carlos y Francisco terminaron por desertarse, Pablo salió de permiso y no volvió, hoy vive en Suecia. Timo también salió de permiso y no volvió, sigue viviendo con Vilmita en Soyapango, y los padres de ella, veteranos de la guerrilla también, siguen en el mismo rancho del caserío Los Alas del cantón Las Minas, Chalatenango.

El Peche también está vivo, nunca volví a verlo. Amado es hoy el siempre elegante y sereno guerrero, oficial de policía con el grado de clase en la Unidad de Protección a Personalidades Importantes.

Muchos murieron en esa aventura, yo debí salir a Cuba para que me repararan el brazo, luego volví a la guerra en 1988, a seguir comiendo la platada, el resto de la historia, o parte al menos está en un libro que se llama Al Tope y más allá.

Posdata: he omitido hasta donde pude las balas pues creía más interesante recordar a esos guerrilleros, amigos y hermanos, en las cosas menudas de la vida, no necesito probar que Amado, el Peche, Timo, Pablito, Ramón, Harry el Sucio, y tantos otros, fueron hombres valientes y que de alguna manera les debo la vida y lo que soy.

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