Frente Paracentral, informe de una matanza
Fuimos para que el viejo Tilo conociera a Guayón y a Edwin, el capitán Juan Patojo se vino con nosotros, antes de despedirnos en uno de esos desvíos vecinales nos dice: "Esto apenas comienza, la lista es grande, compas".
Berne Ayalá
redaccion@centroamerica21.com
Las cañas de maíz están tiradas en el patio, un cerdo araña ferozmente en el intento por sacar una pequeña mazorca que quedó atrapada entre las hojas, cuando lo logra se la come con todo y el olote mientras las gallinas picotean a su alrededor algunos de los granos que se le salen del hocico. El patio de la casa está reseco, el invierno se fue con todo y los charcos que encontramos meses atrás, cuando iniciamos esta historia de la vida y la muerte. Pero el verde aún no sale del dominio de los colores que bordean el lugar, los cercos, los potreros y los matorrales todavía se empapan de frescura, y el riachuelo artificial donde nadan los peces "cuatrojos" aún está hondo y cristalino.
En el corredor están sentados el teniente Pedro Café, el capitán Juan Patojo y el viejo Tilo (como ahora le llamamos), hermano de Lucas (aquel joven guerrillero de las Fuerzas Especiales que fue asesinado en el frente paracentral por sus mismos jefes). Tilo no los conocía, los mira como si en las palabras de aquellos veteranos quisiera encontrar un gesto de su hermano. Insiste en llamarlos: Pedrito y Juancito, que en su voz nos recuerda esa costumbre que acompañó al colectivo de los militantes de las FPL. Ahí siempre hubo al menos tres dimensiones para un mismo nombre: Jorgón, Jorge y Jorgito, Felipón, Felipe y Felipito.
Es muy probable que dado el tamaño de las FPL se haya ido desarrollando esa costumbre para distinguir a los que tenían el mismo nombre, que no es nueva en las guerrillas si recordamos al Pedrón de Sandino, el que se revive en las tonadas de Luis Enrique Mejía Godoy, cuando habla de la Adelita que silva todo el batallón rumbo a Waslala.
Juan está descalzo, como suele andar en el verano, no pierde el tiempo en recordar que ya están dispuestos para ir ordenando las listas de los asesinados, que los familiares están pendientes del libro Grandeza y miseria en una guerrilla y que vieron en la entrevista de canal 12 con William Meléndez, al viejo Tilo y a uno de los autores del libro, Geovani Galeas. "Me quedé con ganas de oír más, es que cuando se habla de esa historia uno siente que quiere hablar un montón y después se acuerda que se le olvidó algún nombre", dice Juan.
Le digo que Tilo quiere que le hable de su hermano. Y entonces le cuenta esa historia de los entrenamientos en el mar cuando Lucas solía nadar junto a Agustín la Liebre (sobrino de Juan y también fusilado por sus jefes). Los dos hombres ranas ingresaban mar adentro y nadaban horas y horas, no sólo como entrenamiento sino como táctica de reconocimiento de los recovecos de aquellos islotes de la bahía de Jiquilisco y sus alrededores. "Una vez fui yo, pero no aguanté el frío, es que como ellos se metían con sus equipos de buzo. No aguanté y tuve que salirme. Es que ellos eran fuertes y especiales para hacer esos recorridos, no cualquiera", dice Juan.
Tilo escucha con atención, junta las manos, mueve el hombro y atiende con oído pulsudo. Es obvio, se trata de su hermano y está orgulloso de saber de su vida, dieciocho años después que dejara este mundo. Es inevitable que en algunos momentos los presentes se miren a los ojos o evadan al otro cuando se habla de tanta gente muerta. Se mencionan listas grandes, dentro de ellos a los sobrinos de Juan y otras gentes que pelearon en esos lugares.
Vamos a llegar lejos, dice Juan que está muy animado. En sus ojos silvestres hay una reflexión que no se puede expresar en palabras. Mira el libro y se alegra de tocarlo, lo mismo ha pasado con Pedro Café, hay alegría en sus gestos, es como si a toda esa gente alguien le hubiese recordado con algo tan simple como un libro, que ya no serán olvidados por lo que fueron en esta vida loca, y que cuando alguien venga a huronear nuestro pasado unas cuantas décadas después, ellos estarán ahí, tan vivos como hoy, tan inevitables como en estos días superfluos de campañas electorales.
Cada vez que uno se sienta en el corredor de la casa del capitán Juan Patojo, siente la necesidad de salir de ahí con un nuevo libro escrito, porque los descubrimientos no cesan, como eso de que eran once hermanos con treinta hijos, que murieron seis de sus hermanos y más de una decena de hijos que vienen siendo sus sobrinos, en esa nuestra guerra donde muchos creemos que hemos perdido mucho hasta que no hablamos con gente como él.
Salimos de ahí para que el viejo Tilo conociera a Guayón y a Edwin, Juan se vino con nosotros, iba vestido de camisa y sombrero negro, antes de despedirnos en uno de esos desvíos vecinales nos dice: "Esto apenas comienza, la lista es grande, compas".
En esas palabras pensaba a la hora que cenábamos en casa de Edwin, un asado de carne y ensalada de pepinos con tomate. Tilo no pudo esperar la llegada de Guayón, se fue con uno de los hijos del misilero a buscarlo a su casa. Esa era la misión irrevocable pues el artillero fue uno de los que vio con vida a Lucas, poco antes de que fuera asesinado.
De qué se trata todo esto, pensaba mientras los veía comer, todos hablando de la vida y de ese libro que estremece a aquellos que tengan el valor de leerlo con atención y delicadeza. Los muertos, todos sin excepción, merecen respeto, es lo que me dije ahí al ver las ondulaciones de las llamas de la cocina, como si recordara al hombre que jamás pude ver a los ojos porque vivió hace doscientos mil años.
Unos quieren contar su vida, otros quieren darle fin a las listas de los fallecidos, otros quieren escribir la historia de ese frente de guerra, otros saben que este ha sido uno de los pasos más importantes, Pedro Café está orgulloso. "Fuimos los primeros, los que nos atrevimos a hablar, después de esto mucha más gente se va a animar a decir lo que sabe, porque todos sabemos que esta historia es muy cierta", dice. Y es obvio, el primer paso es el más doloroso, el más peligroso, el más incomprendido.
Viéndolos ahí, escuchando la voz de Goyo en el teléfono y de muchos otros compañeros atrapados por la emoción de tener un libro que habla de sus vidas, he ponderado la coyuntura donde todas esas vidas han caído arrodilladas. Hace falta conocer el significado de matar a los propios para atreverse a hablar sin fundamentos, hace falta tener un mínimo de decencia para bajar el rostro e intentar entender el significado que tiene para muchos el que alguien les incluya en una historia oficial que ha pretendido arrancarlos tan vilmente, como en otro tiempo les arrancó la vida a los suyos.
Esa comunidad de veteranos sobrevivientes de la tragedia del frente paracentral es una, como otras tantas que vieron truncados sus sueños por quienquiera que haya sido, eso es lo de menos, ellos son en el fondo una de las piezas claves de nuestro rompecabezas.
Al escuchar a esa gente me convenzo más que el haber escrito esta historia ha sido una decisión acertada en estos tiempos. Las elecciones que provocan pedradas y gritos de guerra entre la gente más pobre de este país -a pesar de que los políticos repican a cada paso que aquí se firmó la paz en 1992-, terminará en una semanas, sin duda vendrán otras y otras, ninguna será igual, pero la tragedia contada en el libro Grandeza y miseria en una guerrilla, ya es parte de nuestra historia, superará la vida y el mandato de cualquier presidente electo del futuro.
Fuimos para que el viejo Tilo conociera a Guayón y a Edwin, el capitán Juan Patojo se vino con nosotros, antes de despedirnos en uno de esos desvíos vecinales nos dice: "Esto apenas comienza, la lista es grande, compas".
Berne Ayalá
redaccion@centroamerica21.com
Las cañas de maíz están tiradas en el patio, un cerdo araña ferozmente en el intento por sacar una pequeña mazorca que quedó atrapada entre las hojas, cuando lo logra se la come con todo y el olote mientras las gallinas picotean a su alrededor algunos de los granos que se le salen del hocico. El patio de la casa está reseco, el invierno se fue con todo y los charcos que encontramos meses atrás, cuando iniciamos esta historia de la vida y la muerte. Pero el verde aún no sale del dominio de los colores que bordean el lugar, los cercos, los potreros y los matorrales todavía se empapan de frescura, y el riachuelo artificial donde nadan los peces "cuatrojos" aún está hondo y cristalino.
En el corredor están sentados el teniente Pedro Café, el capitán Juan Patojo y el viejo Tilo (como ahora le llamamos), hermano de Lucas (aquel joven guerrillero de las Fuerzas Especiales que fue asesinado en el frente paracentral por sus mismos jefes). Tilo no los conocía, los mira como si en las palabras de aquellos veteranos quisiera encontrar un gesto de su hermano. Insiste en llamarlos: Pedrito y Juancito, que en su voz nos recuerda esa costumbre que acompañó al colectivo de los militantes de las FPL. Ahí siempre hubo al menos tres dimensiones para un mismo nombre: Jorgón, Jorge y Jorgito, Felipón, Felipe y Felipito.
Es muy probable que dado el tamaño de las FPL se haya ido desarrollando esa costumbre para distinguir a los que tenían el mismo nombre, que no es nueva en las guerrillas si recordamos al Pedrón de Sandino, el que se revive en las tonadas de Luis Enrique Mejía Godoy, cuando habla de la Adelita que silva todo el batallón rumbo a Waslala.
Juan está descalzo, como suele andar en el verano, no pierde el tiempo en recordar que ya están dispuestos para ir ordenando las listas de los asesinados, que los familiares están pendientes del libro Grandeza y miseria en una guerrilla y que vieron en la entrevista de canal 12 con William Meléndez, al viejo Tilo y a uno de los autores del libro, Geovani Galeas. "Me quedé con ganas de oír más, es que cuando se habla de esa historia uno siente que quiere hablar un montón y después se acuerda que se le olvidó algún nombre", dice Juan.
Le digo que Tilo quiere que le hable de su hermano. Y entonces le cuenta esa historia de los entrenamientos en el mar cuando Lucas solía nadar junto a Agustín la Liebre (sobrino de Juan y también fusilado por sus jefes). Los dos hombres ranas ingresaban mar adentro y nadaban horas y horas, no sólo como entrenamiento sino como táctica de reconocimiento de los recovecos de aquellos islotes de la bahía de Jiquilisco y sus alrededores. "Una vez fui yo, pero no aguanté el frío, es que como ellos se metían con sus equipos de buzo. No aguanté y tuve que salirme. Es que ellos eran fuertes y especiales para hacer esos recorridos, no cualquiera", dice Juan.
Tilo escucha con atención, junta las manos, mueve el hombro y atiende con oído pulsudo. Es obvio, se trata de su hermano y está orgulloso de saber de su vida, dieciocho años después que dejara este mundo. Es inevitable que en algunos momentos los presentes se miren a los ojos o evadan al otro cuando se habla de tanta gente muerta. Se mencionan listas grandes, dentro de ellos a los sobrinos de Juan y otras gentes que pelearon en esos lugares.
Vamos a llegar lejos, dice Juan que está muy animado. En sus ojos silvestres hay una reflexión que no se puede expresar en palabras. Mira el libro y se alegra de tocarlo, lo mismo ha pasado con Pedro Café, hay alegría en sus gestos, es como si a toda esa gente alguien le hubiese recordado con algo tan simple como un libro, que ya no serán olvidados por lo que fueron en esta vida loca, y que cuando alguien venga a huronear nuestro pasado unas cuantas décadas después, ellos estarán ahí, tan vivos como hoy, tan inevitables como en estos días superfluos de campañas electorales.
Cada vez que uno se sienta en el corredor de la casa del capitán Juan Patojo, siente la necesidad de salir de ahí con un nuevo libro escrito, porque los descubrimientos no cesan, como eso de que eran once hermanos con treinta hijos, que murieron seis de sus hermanos y más de una decena de hijos que vienen siendo sus sobrinos, en esa nuestra guerra donde muchos creemos que hemos perdido mucho hasta que no hablamos con gente como él.
Salimos de ahí para que el viejo Tilo conociera a Guayón y a Edwin, Juan se vino con nosotros, iba vestido de camisa y sombrero negro, antes de despedirnos en uno de esos desvíos vecinales nos dice: "Esto apenas comienza, la lista es grande, compas".
En esas palabras pensaba a la hora que cenábamos en casa de Edwin, un asado de carne y ensalada de pepinos con tomate. Tilo no pudo esperar la llegada de Guayón, se fue con uno de los hijos del misilero a buscarlo a su casa. Esa era la misión irrevocable pues el artillero fue uno de los que vio con vida a Lucas, poco antes de que fuera asesinado.
De qué se trata todo esto, pensaba mientras los veía comer, todos hablando de la vida y de ese libro que estremece a aquellos que tengan el valor de leerlo con atención y delicadeza. Los muertos, todos sin excepción, merecen respeto, es lo que me dije ahí al ver las ondulaciones de las llamas de la cocina, como si recordara al hombre que jamás pude ver a los ojos porque vivió hace doscientos mil años.
Unos quieren contar su vida, otros quieren darle fin a las listas de los fallecidos, otros quieren escribir la historia de ese frente de guerra, otros saben que este ha sido uno de los pasos más importantes, Pedro Café está orgulloso. "Fuimos los primeros, los que nos atrevimos a hablar, después de esto mucha más gente se va a animar a decir lo que sabe, porque todos sabemos que esta historia es muy cierta", dice. Y es obvio, el primer paso es el más doloroso, el más peligroso, el más incomprendido.
Viéndolos ahí, escuchando la voz de Goyo en el teléfono y de muchos otros compañeros atrapados por la emoción de tener un libro que habla de sus vidas, he ponderado la coyuntura donde todas esas vidas han caído arrodilladas. Hace falta conocer el significado de matar a los propios para atreverse a hablar sin fundamentos, hace falta tener un mínimo de decencia para bajar el rostro e intentar entender el significado que tiene para muchos el que alguien les incluya en una historia oficial que ha pretendido arrancarlos tan vilmente, como en otro tiempo les arrancó la vida a los suyos.
Esa comunidad de veteranos sobrevivientes de la tragedia del frente paracentral es una, como otras tantas que vieron truncados sus sueños por quienquiera que haya sido, eso es lo de menos, ellos son en el fondo una de las piezas claves de nuestro rompecabezas.
Al escuchar a esa gente me convenzo más que el haber escrito esta historia ha sido una decisión acertada en estos tiempos. Las elecciones que provocan pedradas y gritos de guerra entre la gente más pobre de este país -a pesar de que los políticos repican a cada paso que aquí se firmó la paz en 1992-, terminará en una semanas, sin duda vendrán otras y otras, ninguna será igual, pero la tragedia contada en el libro Grandeza y miseria en una guerrilla, ya es parte de nuestra historia, superará la vida y el mandato de cualquier presidente electo del futuro.
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1 comentario:
bueno fuera que los jovenes leyeran todas estas historias, ya que gracias a Dios no vivieron la guerra que sirva para que se den cuenta a la clase de gente que quieren darle el poder cuanto joven se quedo sin futuro por irse a una guerra engañados por que se han preguntado alguna vez que lograron.. nada solamente perder la vida algunos, otros sus ideales, la verdad del frente es muerte, sangre, fracaso, por favor jovenes abran los ojos el frente ya nos arruino una vez no permitamos que terminen su obra vean nicaragua esta en ruinas.
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